Desde el 4 de junio de 1943, cuando se impuso el modelo corporativo de representación sindical monopolizada y sin elecciones libres —único actualmente vigente en el mundo—, hubo solo tres intentos de reforma laboral, todos realizados después del retorno a la democracia formal de 1983 y posteriormente revertidos.
A tres meses de asumir el presidente Raúl Alfonsín, el Senado peronista rechazó la llamada “Ley Mucci” de democratización sindical. Posteriormente, la reforma laboral de 1991 (ley 24.013), durante la presidencia de Carlos Menem, consistió en la posibilidad de obtener empleo mediante contratos a plazo, pasantías y reducción de contribuciones, sin reformar la estructura sindical. El propio Menem luego derogaría, mediante decreto, en 1998, los contratos laborales promovidos originalmente, por la presión de los Moyano. Por último, la reforma laboral durante la presidencia de Fernando de la Rúa, conocida como “Ley Banelco”, que priorizaba los convenios por empresa, fracasó debido a las denuncias de corrupción formuladas por la parte afectada: la CGT y los Moyano.
Resultado: una creciente informalidad en el mercado de trabajo. Hoy, los puestos de trabajo privados registrados representan solo el 35% del total, lo que reduce al mínimo la base contributiva de la seguridad social para los jubilados y, por lo tanto, pone en jaque el sistema previsional.
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Está clara la fortaleza del bloqueo corporativo frente a la reforma del statu quo sindical, en alianza con el statu quo empresarial, contra la apertura económica.
La ley de modernización laboral, presentada recientemente por el Poder Ejecutivo para ser tratada en el Congreso, apunta, entre otros aspectos, a reducir los costos de las indemnizaciones por despido y a priorizar los convenios por empresa por encima de los convenios sectoriales. La primera medida busca incentivar la generación de empleo formal y evitar que una indemnización por despido quiebre a las pymes. La segunda busca adecuar y priorizar los convenios colectivos a la realidad de las pymes, por encima de las condiciones de trabajo impuestas por los convenios colectivos sectoriales, negociados mediante acuerdos de cúpula entre la CGT y las cámaras empresariales representativas de grandes empresas.
Pero la Argentina se caracteriza por las leyes que no se cumplen. Sea porque los argentinos no tienen incentivos para cumplirlas, lo que Carlos Nino definió como “anomia social”, o porque existe una “anomia institucional”, como propone Peter Waldmann, resultado de la incapacidad del propio Estado para operar como un sistema coherente de reglas.
La anomia social se manifiesta en prácticas extendidas de informalidad y evasión de la ley. La anomia institucional resulta en marcos regulatorios inestables, reformas frecuentes, judicialización, superposición y contradicción de normas (ultraactividad legislativa), discrecionalidad, ausencia de rendición de cuentas, débil enforcement y uso selectivo y político del derecho.
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El reciente caso del “esguince” de los $300 millones resulta elocuente como ejemplo de la anomia institucional. Un camionero, dado de alta a las dos semanas por un esguince, tras diez sesiones de kinesiología, con una determinación médica de 0% de incapacidad, termina convirtiendo el caso en una demanda de $300 millones en la instancia judicial, haciendo caso omiso de la determinación de la ART. Cabe preguntarse para qué existen las ART si todo accidente laboral termina en instancia judicial. Las proyecciones indican que los juicios por riesgos del trabajo serán récord y estiman un costo de $2,3 billones.
Pero resulta que no solo hay una ley vigente de ART desde 1995 para evitar precisamente la instancia judicial, sino que también hay una ley, la 27.438, de 2017, que, si se aplicara, haría que los juicios laborales fueran la excepción y que casi todos los casos se resolvieran en instancia administrativa, según sostienen representantes del sector asegurador. En consecuencia, hay anomia legislativa en materia laboral.
La prevalencia de los convenios por empresa y por región, por encima de los convenios cupulares sectoriales nacionales, ya se había previsto en la ley 24.467 (Estatuto Pyme), de “segmentación de convenios colectivos”, de 1995, aprobada por el Congreso, pero nunca promulgada. En los hechos, la segmentación pyme perdió relevancia operativa con la reversión del paradigma flexibilizador mediante la ley 25.877, de 2004, debido al reforzamiento de la negociación centralizada. Otra consecuencia de la anomia legislativa laboral.
Una reforma laboral es exitosa si genera empleo formal y mejora el salario de bolsillo de los trabajadores y, en consecuencia, otorga sostenibilidad social a la modernización y al crecimiento del país.
La clave, por lo tanto, no solo radica en que su contenido sea técnicamente adecuado y en que su aprobación legislativa supere el bloqueo corporativo, sino también en su implementación y aplicación rigurosas. Si seguimos con la misma justicia laboral facciosa, con un plano inclinado antiempresario, la reforma laboral será letra muerta.


