No reconoce al ser humano que la precede ni a la biografía íntima. Para el poder solo existe la función. Por eso no duele cuando llega. Duele cuando se va. [FotNo reconoce al ser humano que la precede ni a la biografía íntima. Para el poder solo existe la función. Por eso no duele cuando llega. Duele cuando se va. [Fot

El silencio después del poder

Le invito a que tome su café con calma. Que ponga en silencio el celular. Que deje —por un momento— que el mundo aprenda a existir sin usted. Le aseguro algo: casi todo lo que hoy se presenta como urgente encontrará la forma de sobrevivir.

Hace unos días me vi obligada a comprobarlo.

Una pausa impuesta —de esas que no negocian— llegó con una infección que comprometió todo mi sistema, convirtió lo aparentemente menor en impostergable. La agenda quedó suspendida por la lógica elemental del cuerpo: sanar primero, explicar después. En ese paréntesis forzado apareció una pregunta que no es médica, sino política: ¿qué pasa cuando el poder se va?

A lo largo de mi trayectoria profesional he podido observar de cerca a quienes han ejercido el poder y, sobre todo, a quienes han tenido que aprender a vivir después de él. No desde el cargo, sino desde el ajuste silencioso que ocurre cuando desaparecen los intérpretes, los mediadores y la validación constante. Recordé entonces una columna de Otto Granados —exgobernador, académico y exembajador— sobre lo que queda cuando el poder se apaga: no la pérdida del puesto, sino el reordenamiento íntimo cuando la realidad deja de ser amortiguada.

Ahí se vuelve evidente que el “después” no es un asunto personal. Es un fenómeno sistémico.

Vengo de una generación que creció mirando gigantes. En los años noventa y los dos mil aprendimos a nombrar el poder a través de figuras que parecían indestructibles. Durante mucho tiempo creímos que ese poder era permanente. Con los años, los vimos terminar.

No siempre en escándalo. A veces en silencio. En despachos vacíos, en salidas discretas, en funerales sin multitudes. Los vimos pasar del centro al margen, de la agenda llena al día sin citas, de la escolta al anonimato. Y entendimos algo que no aparece en ningún manual de liderazgo: el poder llega rápido, pero se va más rápido aún.

El poder es engañoso. No porque mienta, sino porque convence. Susurra que uno es indispensable. Que nada funciona sin esa persona. Promete trascendencia y legado, no porque el individuo sea excepcional, sino porque el sistema del poder necesita que lo crea.

Pero el poder no sabe quién eres.

Solo trabaja en una capa: la de la autoridad. No reconoce al ser humano que la precede ni a la biografía íntima. Para el poder solo existe la función. Por eso no duele cuando llega. Duele cuando se va.

De eso casi no se habla.

No se habla de las agendas que quedan vacías. De los teléfonos que dejan de sonar. De la reconfiguración silenciosa —y muchas veces brutal— que implica volver a la realidad sin asesores que siempre daban la razón, sin equipos que traducían cada error como acierto.

Aquí aparece una verdad incómoda: no todos los que pierden el poder caen igual. Caen peor quienes nunca construyeron una identidad fuera de él. Cuando el cargo fue la única biografía, la pérdida no es transición: es desposesión. El dinero puede permanecer. Los contactos también. La voz, no. El silencio no es castigo: es estructural.

Ese es el juego más cruel del poder: hace creer que se le domina, cuando en realidad se vive dentro de él. Muchos piensan que le están ganando al sistema sin advertir que el sistema ya les cobró la identidad.

Y basta mirar la escena pública actual para entender el riesgo.

Antes del fin

Vivimos una política marcada por el golpe, el espectáculo y la decadencia. Parlamentos convertidos en coliseos. Tribunas usadas como ring. Actores políticos más atentos al ranking, al video viral o al aplauso inmediato que a la labor para la que fueron elegidos. La política de altura, el diálogo y el consenso aparecen solo en contadas —y honrosas— ocasiones.

El resto del tiempo, el poder se ejerce como performance. Se confunde autoridad con volumen, liderazgo con rating. Cada gesto exagerado erosiona lo único que no se recupera cuando el poder se va: la legitimidad personal.

Y entonces la pregunta es inevitable.

¿Qué les quedará cuando no haya aplausos mientras bailan? ¿Qué les quedará cuando llegar a un lugar implique el deseo de pasar desapercibidos? ¿Qué les quedará cuando el cuerpo reclame lo que el poder prometió olvidar?

El poder no es eterno. El aplauso tampoco. El espectáculo se agota rápido. Lo único que permanece es aquello que no dependía de reflectores: la formación, la conciencia, la capacidad de sostenerse sin gritar.

Porque el poder siempre se va. Y cuando se va, ya no hay escenario. Solo queda la persona.

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